11 de febrero de 2018

Te amaré... mientras respire. Capítulo 5


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Tinta Natural
"Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos” 
Antoine de Saint-Exupery. «El principito»



A la hora de visitas, vi llegar a un joven algo extraño, una rara mezcla entre rockero punk y “Elfo”, de esos que salen en "El Señor de los Anillos", la fantasía épica del escritor británico Tolkien. Llevaba unos jeans un poco descoloridos y un maletín de color marrón. El chico le preguntó algo a la secretaria de la recepción y se dirigió a la habitación de Susana.

«¿Y ese quién rayos es?», pregunté para mí mismo en voz alta, algo irritado.
—Es su novio. Se llama James —contestó la enfermera Clara que se había colocado a mi lado en forma tan sigilosa que no la había sentido llegar—. Es un artista, su especialidad es el "Body Painting" —pintura corporal— las tintas que usa son de origen vegetal y mineral; carbones, cenizas, jugos y semillas de frutas que él mismo prepara. Los tatuajes de Susana son obra suya. Se borran en pocos días, por eso viene con frecuencia a retocarlos. Una vez le dibujó un hermoso dragón en el cuello que fue la envidia de todas las enfermeras.

—¿Su novio? —pregunté atónito. Esa palabra me había caído como un yunque en el estómago.
—En realidad... no, pero a todos les hace creer que sí. Es su mejor amigo —explicó Clara—. Todo empezó por culpa del libro: "Un paseo para recordar" del escritor Nicholas Sparks. Susana lo leyó y se identificó con la historia, la protagonista, también tiene Leucemia. Un día le dijo a James que si llegaba a ponerse muy enferma le gustaría casarse como lo hizo la chica de la historia. Entonces, James le prometió que él sería su Landon, y que la llevaría al altar. Todavía quedan amigos verdaderos en el mundo. Dios permita que Susana se recupere y encuentre a su verdadero Romeo y no tenga que casarse con su amigo. De todas formas James se irá pronto, hay un congreso de arte o algo parecido en Francia. Creo que ha venido a despedirse.

Lo seguí con la mirada hasta que entró en la habitación de Susana, en la que yo nunca había estado, y sentí un poco de celos. En ese momento me hubiera gustado ser yo su mejor amigo, alguien con quien ella pudiera conversar y tener buenos recuerdos.

Esa noche de camino a la sala de espera, distinguí la silueta de un paciente que avanzaba a pocos metros delante de mí. Lo seguí hasta que se detuvo frente al ascensor. No era común encontrar personas merodeando por el hospital a esa hora de la noche. Las puertas del ascensor se abrieron y el joven entró. Cuando se giró, pude ver que sus ojos eran grises y fríos como metal. Su mirada, clavada en el techo, se mantenía imperturbable. Su cabello era negro y liso; y su piel estaba exageradamente pálida. Tragué saliva despacio y retrocedí la silla de ruedas un par de metros, sacando el móvil para llamar a seguridad en caso de ser necesario.

Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, y antes de perderse de vista  el chico fijó su penetrante mirada en mí, dedicándome una sonrisa siniestra. Me alejé lo más rápido que pude en sentido contrario, y utilicé los ascensores del personal para refugiarme en mi habitación.
Olvidé el asunto por una semana. Pero el siguiente lunes mientras hablaba con Clara en la recepción del hospital, advertí que el chico  nos observaba desde las escaleras.

—Oye, ¿conoces a ese paciente? —le pregunté a Clara.
—No, jamás lo había visto —contestó—. Tal vez sea del segundo piso. Las rondas de esa planta le corresponden a la enfermera Elizabeth.
—Lo vi merodeando a media noche por el piso 4.
—¿Por Hematología? No creerás que es un vampiro, ¿cierto?
—No te burles. Me da muy mala espina, mejor tratemos de averiguar quién es —sugerí.

El chico se dio cuenta que lo mirábamos y salió corriendo. En el camino tropezó con un par de estudiantes de medicina provocando que se les cayeran los libros que traían en los brazos. No se disculpó y continuó franqueando muy rápido el resto de la planta baja hasta perderse de vista a través de una entrada que decía "Anexo 2".

Nunca había entrado en esa sección, así que le pregunté a Clara que había tras esas grandes puertas metálicas. Clara me miró con preocupación un par de segundos antes de responder:
—Es el departamento de Psiquiatría.

En un par de minutos me encontraba en la oficina de mi padre notificándole lo que había visto, esperando que redoblara la seguridad. Aunque desestimó mi sugerencia, prometió que colocaría un par de guardias extras por la noche. Intentó tranquilizarme diciendo que a todos los pacientes de Psiquiatría les habían realizado estudios psicológicos y que se había descartado que fueran peligrosos. Traté de olvidar el tema, pero sentía una espina de desconfianza que me mantuvo intranquilo por varios días.
Empecé a verlo subir y bajar desde el segundo piso, en el que se atendían a los pacientes con tumores cerebrales, al área de psiquiatría. Las enfermeras le curaban cortes que inexplicablemente aparecían en su piel, pero lo más inquietante era su mirada, a veces desafiante y a veces tímida, como si tuviera una doble personalidad oculta bajo su pálido rostro. Las enfermeras atribuían los cortes y moretones a descuidos del chico, pero yo presentía que había algo más.

A la mañana siguiente, me armé de valor y fui hasta la habitación de Susana. La puerta estaba medio abierta, así que entré con cautela sin llamar. Al ingresar sentí el fuerte olor a alcohol isopropílico, agua oxigenada y desinfectante que suele vagar a su antojo en las estancias hospitalarias. Miré hacia la cama y mis ojos la encontraron. Estaba dormida.

Di una vuelta alrededor de la habitación prestando atención a todos los detalles. Encontré el libro que estaba leyendo el día que la vi por primera vez, lo tomé entre mis manos y leí el título: "Love Story" de Erich Segal. Lo dejé nuevamente en la mesita y me acerqué a la cama. Al verla me asombré: su cabello era muy corto, lo tenía al ras, al estilo militar. Su piel lucía muy pálida y no tenía tatuajes en los brazos, ni piercings en el rostro. Llevaba al cuello una cadena con una medalla de la Virgen de Fátima. Se veía preciosa, sumida en un resplandor angelical.

De pronto, abrió los ojos y pude observar su verdadero color: ámbar. No se sobresaltó al verme en su habitación, al contrario parecía que me hubiera estado esperando. Me saludó con una ligera y frágil sonrisa. Sólo logré balbucir unas pocas palabras:
—Eh... Hola.
—Hola Racer Boy, ¿no deberías traer flores?
—Eh... Tienes razón, disculpa. La próxima vez yo...
—No te preocupes, sólo bromeo. Gracias por venir a visitarme —dijo— Debe ser extraño verme así al natural, ¿cierto?

Tuve que admitir que me había causado una gran impresión. Me señaló una caja debajo de su cama en la que guardaba las pelucas de colores que usaba con frecuencia.

—Las hizo mi madre —explicó—. A ella le gustaba mucho arreglarme el cabello cuando era niña, siempre se enorgullecía de los peinados y trenzas que me hacía para ir a la escuela. Cuando se me empezó a caer el cabello, debido a la primera quimioterapia que recibí, no dijo ni una sola palabra al respecto. En lugar de hacer un drama, tomó unas tijeras, cortó su larga melena, y me hizo mi primera peluca. De eso hace ya casi un año.

Después de decir eso Susana cerró los ojos y se quedó dormida. En ese instante, me pregunté: «¿Cómo una chica tan genial puede tener una enfermedad tan terrible?»,  sabía bien que no encontraría una respuesta a esa pregunta. Entonces, me descubrí diciendo, en voz baja, una oración por ella.


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