16 de marzo de 2017

Te amaré... mientras respire. Capítulo 4

Portada del Ebook

Primeros encuentros

"El silencio es sagrado; tiene la capacidad de unir a la gente, porque solo aquellos que se sienten cómodos en compañía de otro pueden estar juntos sin hablar" 
Nicholas Sparks, «El diario de Noah»

A la mañana siguiente asistí nuevamente a mis terapias de rehabilitación. Los especialistas aseguraban que si ponía de mi parte volvería a caminar. De eso estaba especialmente convencida la Dra. Mei Ling. Siempre les pedía a las enfermeras que me ayudaran a mover y ejercitar los músculos. Subir las piernas, bajar las piernas, izquierda, derecha, doblar las rodillas, intentar ponerme de pie, una y otra vez. Parecía que nunca se cansaban, pero aún así no lograban contagiarme su entusiasmo por el tratamiento.

Mientras hacía la rutina, recordé el terrible día de mi infancia en el que mi vida había cambiado por completo. Me vi tirado de espaldas en el suelo de la escuela, con sangre en la boca y la nariz; esos chicos que se creían más fuertes y se dedicaban a hacerle la vida imposible a los demás, me habían dado una buena paliza. El más grande de la banda era "Brutus", ese no era su verdadero nombre, por supuesto, pero así lo llamaba yo. Tenía su pie izquierdo sobre mi espalda, y se le ocurrió la brillante idea de practicar conmigo una nueva patada que había visto en la televisión. El resultado fue un daño severo en mi columna vertebral, lo que me produjo una parálisis permanente.

Ese breve incidente marcó un antes y un después en mi vida. Y ese breve instante terminó convirtiéndose en la pesadilla que me ha acompañado por más de 12 años. No poder caminar, correr, salir a divertirme, ni hacer nada como un chico normal fue muy doloroso al principio, pero con el tiempo y la ayuda de mi padre y mi familia fui acostumbrándome a ese giro cruel del destino.
«¡No te des por vencido!» Esa era la frase favorita con la que solía animarme el abuelo. La repetía oportunamente en los días más duros de mi nueva vida. Esas palabras me ayudaron a avanzar en los momentos en los que creía que mi vida no tenía sentido.

Regresé de mi ensoñación justo cuando la fisioterapeuta decía:
—Es todo por hoy. Bien hecho Andrés. Nos vemos mañana.

Un par de enfermeras me ayudaron a subir a la silla de ruedas, y como tenía hambre, hice planes para ir directo a la cafetería. Una vez en el pasillo, una chica se paró de improvisto justo frente a mí con los brazos extendidos cerrándome el paso. Era Susana, la chica arcoíris.

—Hola, "Racer Boy", he escuchado mucho sobre ti —dijo con una amplia sonrisa en sus labios rosados sin maquillaje—. Es un hospital pequeño, ¿sabes? No hay lugar para secretos, especialmente si las enfermeras están enamoradas del chico de la silla de ruedas.
«¿Había escuchado sobre mí?» Esa confesión me agradó.
     —Eh... hola… Susana —logré balbucir al cabo de unos segundos de aturdimiento—. Yo también he escuchado sobre ti.
—Puedes llamarme Susy, si gustas. Te he visto miles de veces rodando por aquí en tu silla. Por lo general vas solo, taciturno, y con una expresión melancólica en el rostro —comentó—. ¿Nunca sonríes?

Me avergoncé al reconocer que tenía razón, no recordaba la última vez que había sonreído, la mayoría de las personas decían que mi semblante era triste. En lugar de responder a su pregunta, la detallé descaradamente, mirándola de arriba a abajo. Llevaba una bonita gorra de béisbol de color beige, que usaba de medio lado. Tenía el cabello suelto, de color azul. La bata del hospital le quedaba un poco grande, lo que la hacía ver aún más frágil. En el brazo del tatuaje llevaba al menos una docena de pulseras. Y sus ojos... sus ojos seguían siendo de dos colores.

—¿A dónde vas? Te acompañaré, así podemos seguir conversando —dijo de pronto sin dar señales de estar molesta por mi “exploración visual”.
—A la cafetería —dije sin pensarlo dos veces. Y nos pusimos en marcha.
—¿Qué edad tienes? —preguntó cuando llegamos y tomamos asiento.
—22 —balbuceé, sin atreverme a preguntarle su edad.

Ella sólo podía comer los alimentos que le servían en su habitación, así que no le quedó más opción que mirar mientras yo disfrutaba mi almuerzo. Pedí una pizza mediana y dos vasos de jugo de manzana. Ser observado por una chica tan extravagante, me producía una sensación extraña. Estaba acostumbrado a comer solo, pero su compañía no me molestaba, al contrario, mis ganas de saber más sobre ella aumentaban con cada minuto que pasábamos juntos.

—¿No comes con tu familia? —preguntó.
—Por lo general almuerzo con mi padre en su oficina, pero cuando está en reuniones o de guardia, debo comer aquí. Los días que está desocupado nos subimos a la vieja camioneta y nos vamos a comer a casa, pero eso no ocurre muy a menudo —le contesté.
—¿No extrañas tu casa?
—Estoy acostumbrado a estar aquí —le respondí— Aunque siento que debería pasar más tiempo con el abuelo. Él nunca viene, odia los hospitales.
—¿Cómo es tu casa?
—Eh... es una construcción colonial de dos plantas. Tenemos un pequeño jardín delantero, que es cuidado por nuestro vecino. En mi habitación, como podrás imaginar, tengo muchos afiches y montones de libros. También hay un patio trasero y un estacionamiento, además un anexo en donde funciona el taller del abuelo.
—Eres muy afortunado. Yo no tengo casa —dijo bajando la voz para que no la escucharan las personas sentadas en las mesas cercanas a la nuestra—. Solíamos vivir en un bonito apartamento en el centro de la ciudad, pero cuando mi tía enfermó, mi madre dejó su trabajo para dedicarse a cuidarla; y luego, cuando yo enfermé, mi padre perdió su empleo, así que tuvimos que venderlo. Nos mudamos a la casa de una amiga de mi madre. Vamos allí cada vez que me dan de alta en el hospital. Mi madre cuida a los hijos de su amiga y la ayuda con las tareas del hogar. Mi padre ha conseguido un nuevo empleo, pero aún no tiene suficiente dinero para comprar una casa nueva. Lo que más extraño de nuestro antiguo hogar es el comedor. Era un lugar muy acogedor, pintado con colores cálidos. Todos los muebles eran de madera: la mesa, las sillas, el techo, el suelo, el bar, incluso la mayoría de los platos y cubiertos. Era hermoso.

—Siento que no puedas volver allí.
—No pasa nada, me he ido adaptando a las nuevas circunstancias. Adaptación, esa es una capacidad que a todos nos toca adquirir en algún momento de la vida. Siempre me acompañará el recuerdo y la nostalgia por el lugar en el que crecí, de eso no hay duda, pero entiendo que mis padres hicieron lo mejor que pudieron dadas las circunstancias.

Mientras la escuchaba, intentaba concentrarme en la comida. No era tarea fácil, su voz y su presencia absorbían toda mi atención. Esperaba que nuestro encuentro se prolongara un poco más, pero no quería que se diera cuenta, así que terminé acabando la pizza y pedí un café.

Las siguientes semanas nos vimos con frecuencia: en el ascensor, en los pasillos, de camino al laboratorio. Intentaba pasar por su habitación sólo para saludarla de lejos. En las noches iba a la sala de espera del piso 4 y allí la encontraba, leyendo. Yo sacaba el móvil y fingía estar revisando mis redes sociales. No hablábamos, tan sólo nos hacíamos compañía. El silencio era una especie de amigo invisible entre nosotros, algo que nos gustaba y en cierta forma nos unía.

Cuando me sentía más triste o pensativo que de costumbre, manejaba la silla de ruedas y me metía en el ascensor, entonces marcaba el último botón y subía directo a la azotea del hospital, situada en la octava planta. La terraza era una amplia zona al aire libre, en la que bien podría aterrizar un helicóptero en caso de emergencia.

El sábado en la noche subí llevando conmigo una humeante taza de capuchino, que me había traído una de las estudiantes de medicina, que hacían pasantía en Oncología Médica. Cuando estuve cómodamente instalado en la terraza vi, a través del humo de mi taza de café, una silueta delgada que se acercaba con dificultad hacia mí. Tenía una vía intravenosa en el antebrazo derecho: una sonda lista para llevar medicamentos directo a sus venas.

—¡Hola Susana! —la saludé.
—Hoy hace un año desde el diagnóstico —dijo de pronto, sentándose a mi lado—. Lo recuerdo como si fuera ayer. El doctor Dylan tenía el rostro muy serio cuando se sentó frente a nosotros aquel día y nos dijo. “Me temo que se trata de Leucemia. Los resultados de las pruebas sanguíneas muestran un conteo de plaquetas mayor de lo normal. Tendremos que hacer pruebas de médula ósea, y una biopsia para confirmarlo y determinar qué tipo de leucemia es”.

Susana hizo una breve pausa antes de continuar:
—Al momento de recibir la noticia el mundo se descompone, ¿sabes? Tensión, miedo, enojo, frustración, son sólo algunos de los sentimientos que se mezclan en tu interior para confundirte. A veces siento impotencia e inseguridad. Añoro ser saludable de nuevo y llevar una vida normal, hacer planes para el futuro. Me enfermé a los 19 años, y eso produjo serios cambios en mi vida y en mi visión del mundo. Recuerdo que lo primero que dijo mi madre cuando nos dieron la noticia fue: ¡Oh Dios mío! ¡No otra vez! Ya habíamos pasado por esto antes. Cuando mi tía murió, debido a un tumor en el pulmón derecho que luego se le extendió a otros órganos en un proceso llamado: metástasis, la experiencia fue devastadora.

—Parece que todos hemos perdido a alguien debido al cáncer —pensé en voz alta, sin disimular mi amargura.
—Es lamentable —comentó Susana—. Yo era muy pequeña como para entender lo que ocurría a mí alrededor. Recuerdo haber visto a mi madre llorar, las innumerables visitas a este mismo hospital, algunas peleas. Creo que mi madre aún no se ha recuperado del todo, es por eso que le prometí que haría todo lo posible por curarme. Que pensaría lo menos posible en la enfermedad, y más en lo que pueda hacer y lograr.

Al cabo de un momento, continuó:
—No quiero andar por allí con una actitud de resignación, no quiero hacer el tipo de cosas que se espera que los pacientes hagamos como escribir un diario, o hacer listas sobre “lo que me gustaría hacer antes de morir”. Al contrario, estoy intentando ser alegre, optimista, diferente... es mi forma de enfrentar esta enfermedad. Pensé que tal vez mis padres se opondrían a tantos cambios en mi aspecto, a los tatuajes, a la ropa llamativa, pero no fue así, al contrario me han animado; al ser yo misma y hacer lo que me gusta, me siento mejor. He aprendido que tener cáncer no significa que deba dejar de quererme y de cuidarme. No significa que deba abandonarme, ni abandonar por completo mis sueños. No dejaré que el cáncer me gane fácilmente, ya lo verás. Al contrario es cuando más debo luchar, cuando más debo amar. Voy a luchar hasta el final, y amaré... mientras respire.

Se produjo un silencio incómodo entre nosotros. No sabía qué decir, no conseguía las palabras adecuadas, así que simplemente tomé su mano derecha. Susana entrelazó sus dedos con los míos. Al cabo de un par de minutos dijo:
—Ahora es tu turno, cuéntame por qué usas esa silla de ruedas.
—Eh, todo empezó por culpa de Bobby, mi perro —le expliqué mientras buscaba en el móvil un par de fotografías y se las enseñaba.
—¡Un labrador! ¡Es hermoso!
—Mi hermano mayor había muerto pocos meses antes, y yo me había vuelto un chico rebelde. Cuando vi a la pandilla de la escuela molestando al cachorro, tomé un par de piedras y se las lancé con todas mis fuerzas. No logré golpear a ninguno, pero al menos dejaron en paz al perro. Lo malo es que empezaron a perseguirme a mí; por suerte logré escapar. Al día siguiente encontré al cachorro entre unos arbustos y lo llevé a casa. Desde entonces está conmigo.

—¿Y qué pasó con la pandilla?
—Me tomaron como su saco de boxeo. No me dejaron en paz ni un sólo día —le contesté—. Me golpearon e insultaron hasta el cansancio...  hasta ese día en el que Brutus se excedió y entonces...
Vi en el reloj que ya era la 1:00 AM, le sugerí que era hora de irnos.

—Quedémonos un poco más —pidió al tiempo que miraba el cielo—. Tengo mucho tiempo sin ver las estrellas. Son hermosas, ¿no lo crees?
—Es cierto —contesté acercándome un poco, al tiempo que veía en sus ojos, el reflejo de todas las constelaciones que alumbraban el firmamento esa noche.




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Oleh

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